La hilera de mesas vacías, las servilletas asoman irregulares de sus recipientes, manos ahora invisibles dibujaron la posición que ahora ocupan, y desde allí danzan cansinamente al ritmo del viento del ocaso.
La música suave y dulce suena exclusivamente para mí, y el vaso aguarda calmo mi próximo sorbo.
Familias de nubes, en procesión lenta recorren el firmamento, buscan en su camino al sol, al cual cortinan intermitentemente, cambiando fueguinas luces y sombras por blanca y plana luminosidad en el ilimitado ambiente que me resguarda.
Lejanos compañeros humanos, juegan, corren, pasean, charlan, viven, lejos, ajenos a mí.
Sorbos que se repiten, aves rondando el cielo retornan a descansar en su isla.
Las nubes alcanzaron al sol, este les enseñó a nadar, y ahora retozan entre olas, espuma, y arena, explotando y regalando un color naranja que a todo toca y embellece.
Una sonrisa cercana me devuelve a mi, al sabor de la bebida, a la sensibilidad de mis labios, a la presión cambiante del aire en el rostro, en mis pies, a la caricia del último rayo de sol, y a mi, a todo mi mí, al oído oyendo, al ojo viendo, al paladar sabiendo, a la nariz oliendo, y a mi mano, escribiendo.
Me derrito en el asiento, y soy la silla, soy la silla y la mesa, soy el vaso y el trago, soy ella que corre en la orilla, y la pareja que se ama en el mar, soy el sol oculto y su última luz, soy las nubes, el cielo, y esa primera estrella que imprimió su luz en el paisaje, soy la noche que ha llegado y el día que se ha ido, y también soy el que llegará luego, soy yo, y también, desde este momento, desde este momento soy tú.
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