De la mano de una amiga,
buceando en mi “yo” anterior,
descubrí que un día,
en un instante de divinidad,
vi mi vida, vi mi futuro,
vi todo mi proceso,
de llegar a mí.
Agradecido, conmovido,
pleno de alegría,
por aquel momento,
y más aún, por este,
comparto aquel relato,
que hace cinco años escribí,
y durante cinco años viví.
La plaza
El despertar
La plaza desértica me rodea, sus
simples juegos descansan desde lejanos tiempos, fríos fósiles de acero
injertados sobre el cemento, quietos, mudos, muertos. Las hamacas colgando
lánguidas conservan un mínimo movimiento, un débil vaivén, quizás un masaje de
un viento compasivo, quizás una agonizante lucha nostálgica por perder su
imagen actual de cadáveres en ejecución pública. El resto está
indiscutiblemente muerto. El tobogán, aunque erguido, muestra sus corroídas
barandas, sus astilladas y erosionadas maderas que nada recuerdan la pulida
superficie facilitadora del desliz, de la velocidad, de la caída. Esa caída en
el arenal, donde los pequeños pies rápidamente se afirmaban, para iniciar la
corta carrera hacia la escalera, y sin perder tiempo, y en lo posible ganándole
el lugar a algún niño más lento, iniciar una nueva caída, caída que ahora,
terminaría en un barrial salpicado de cigarrillos, cajas de vino, y
preservativos. Tampoco los “sube y baja” sobrevivieron, no suben más, ni bajan
más, hubo un último niño en cada uno de ellos, que los dejo en su posición
actual, y así quedaron, esperando, el sol entibiando su superficie, su delgada
sombra corriendo de un lado al otro, el calor acumulado perdiéndose en la
oscuridad, las gotas de rocío formándose sobre ellos, un nuevo sol
evaporándolas, y así, el tiempo palideció sus fuertes colores, arqueó levemente
sus viejas maderas, y así quedaron, como una partida de mikado, que el
aburrimiento dejó sin final.
La vida en la plaza está representada
por los añosos y escasos árboles, siete u ocho de ellos, quizás diez, aislados
ejemplares de distintas especies, fino cilindro en el álamo, voluminoso cono en
el pino, delgada sección de esfera en la acacia, extravagante disfonía
geométrica de individuos, meditando silenciosamente, ajenos al tiempo. Bajo
ellos, a los costados del camino que surcan la plaza, la vida también verdea el
césped, y explota en variados arbustos.
Recorro estos caminos, el
perimetral forma una circunferencia concéntrica a la que limita la plaza, de él
nacen otros que viajan serpenteantes a su centro, al sector de los juegos, o al
busto de un personaje menor, que siempre que me percato de él, me está dando la
espalda, y veo únicamente la curiosa forma con la que le representaron, lo que
supongo sería su pelo enrulado. Recorro estos caminos, metro de estéril
pedregullo delimitado por una fila de ladrillos. Voy por ellos, contemplo cada
árbol, cada arbusto, cada porción de césped, quisiera pero no logro detenerme,
logro disminuir mi velocidad momentáneamente, pero el camino me sigue
arrastrando, ya llegué y me fui de cada sección de él, ya vi, volví a ver, y se
me repitió mil veces, cada una de las imágenes que se alcanzan desde él, y
sigo, ya no me esfuerzo, ya no varío mi velocidad, el tedio inunda el camino,
aparece otra fila de ladrillos sobre la existente, luego otra, y otra, la fila
de ladrillos incrementa su altura ladrillo a ladrillo, cubre mi vista, el
paisaje se esfuma, mis piernas dejan de moverse pero sigo avanzando, el camino
me lleva, mis piernas rígidas se convierten en poste, luego mi torso, luego
todo mi ser, y sigo desplazándome en ese estado, viendo los ladrillos de ambos
muros separarse en el horizonte, creciendo paulatinamente, desenfocándose y
perdiéndose tras de mí, y en esa rutina, sigo.
Mi conciencia se apagaba ladrillo
a ladrillo, mi contemplación moría de inanición, cuando, por primera vez, un
pájaro, surgió del muro sin existir hueco por el cual pasar, apareció en pleno
vuelo como si hubiera volado a través de él, revoloteó en el aire y se posó a
cierta distancia en el camino. A medida que maquinalmente me acercaba a él, más
me fascinaba su presencia, sus colores, la textura de sus plumas, los reflejos
en ellas de un sol que en ese instante recordé que existía pero que seguía
olvidando cuando había dejado de ver. Disfrutaba del simpático movimiento de su
cabeza en cada paso, del grácil picotear quien sabe que en el piso, gozaba de
la recuperada novedad y compañía. Saboreaba cada uno de esos instantes, en los que
las nobles imágenes nuevas hacían crujir los oxidados engranajes de mi
contemplación, y conservé su gusto luego de que, estando a poca distancia, este
inesperado visitante, luego de mirar inquieto en mi dirección, levantó vuelo
oblicuo al muro, y se fundió en él sin dejar rastro.
Volví a mi soledad, volví a la
secuencia de ladrillos, volví a ser un poste sobre pedregullo deslizante, pero
un poste consciente, un poste con recuerdos, con recuerdos recientes, con la
contemplación revitalizada, con la vitalidad creciente.
La Conciencia
Seguía deslizándome sobre el
camino, seguía sin ver los árboles, el césped, los arbustos, detrás del muro,
seguía a velocidad constante, seguía alcanzando y dejando atrás ladrillos, sin
embargo el tedio habíase dispersado, el pájaro, con sus alas, pareció despejar
los velos de humo que fueron cubriéndome en el pasado. Los ladrillos se veían
distintos, sus oscuros tonos de rojo variaban, la erosión le daba formas
irrepetibles a su estructura prismática. Gracias al pájaro vi esos detalles, y
estos lubricaron mi contemplación, y encontré más irregularidades en el muro,
detecté grietas, vi árboles invertidos en ellas, vi ramas invernales, y vi la
vida latente recorriéndolas. Y, en todo momento, agradecí al hermoso ser alado
que abrió violentamente la ventana, del lecho mortal en el que yacía. En todo
momento también, esperé, que desde las hermosas figuras que ahora en el muro
veía, brotara como manantial de vida, el vuelo mágico de este ser, esperé
volver a sentir su fugaz compañía.
Este ser no retornó, aunque si,
luego de contemplar muchos ladrillos, luego de observar muchas rajaduras, luego
de percibir muchas formas en ellas, otro pájaro penetró el muro, quise creer
que era el primero, pero pronto me percaté que sus colores, su complexión, su
vuelo, su postura eran diferentes. Tuve un instante de desencanto, un peligroso
momento de decepción, y allí, en una acrobacia exuberante el brillante ser
mostró toda su belleza, toda su magia me alcanzó durante el tiempo que
atentamente gocé de su breve visita. Visita que terminó, al igual que la del
primer ser, con un vuelo completamente indiferente al desvencijado muro y su
hundimiento en él.
Seguí deslizándome por el camino,
seguí encontrando formas en los ladrillos, algunas de impensada belleza, seguí
viendo quebraduras, seguí viendo cañadas y arroyos en ellas, y siguieron
cruzando el camino estas hermosas aves, todas distintas, ninguna volviendo,
todas completamente indiferentes al muro, impactantemente indiferentes al muro,
y entre las visitas, seguían los desgastados ladrillos, sus variantes formas,
seguían las grietas surcando el muro, los tormentosos ríos en ellas, los
delgados pero punzantes rayos de sol atravesándolo e incendiando una caótica
fila de polvo, y mientras eso sucedía rememoraba la plaza, sus variados
árboles, su postura segura y a la vez calma, su paciente contemplar el lento
desplazamiento de los suaves cúmulos de nubes, estas dibujando curiosas formas,
fusionándose, descomponiéndose, deshilachándose, algunas dejando penetrar al
sol por su fina estructura, y otras mostrándose como sólidas montañas en
primera instancia, perdían esta pesada apariencia, al no llegar a esconder sus
constantes mutaciones, y la suave textura revelada por el cálido sol, todas en
silencio, fluyendo en una invisible brisa, percibían, entre múltiples imágenes,
la circular mancha verde de la plaza, veían apenas más cercanas las copas de
sus árboles, algo más abajo, los arbustos salpicando de distintos tonos
verdosos, el parejo tapiz de césped, cruelmente lacerado en toda su extensión.
Y mientras ellas me contemplaban,
yo era desplazado por estas antiguas cicatrices, surcaba el vacío inerte entre
los carnosos muros, y recordé cuando ingresé a la plaza, cuando ávido por
conocerla, recorrí cada uno de sus caminos fascinado por la variedad de su
vida, caminé por sus heridas reabriéndolas, pasé por las cercanías de cada
árbol, pero nunca los toqué, el mismo camino que me los acercaba, un instante
antes de alcanzarlos, los alejaba de mí, y así se sucedieron promesas y
desengaños, y cuando el alma estaba demasiado afligida, el hábil camino me
dirigía a los juegos, y allí la distracción, otorgando un engañoso sentimiento
de libertad, agregaba un eslabón más a mi cadena, y me hacía más esclavo del
camino.
Y así seguí desplazándome por el
camino, buscando la vida en el único lugar donde fue quitada, y con mi caminar,
fui haciendo más profunda la herida, con mi equivocado buscar me fui hundiendo,
intentando alcanzar me fui alejando.
Seguía mi hiriente avanzar entre
muros de sangre coagulada, costras oscuras atravesadas por grietas con hilos de
roja sangre aun fluyendo, más y más costras, más y más grietas, algunas de
ellas emitiendo finos disparos de ínfimas gotas salpicando mi paso. Inmerso en
esa lúgubre atmósfera se formó en mi conciencia la perversidad del camino, vi
la vida cubriendo toda la plaza, vi muchos árboles en ella, vi la llegada del
camino, vi la matanza de seres, vi el elaborado diseño del camino, vi la
elección de seres que funcionarían de adorno y los que se desecharían, vi como
el camino se acercaba a los primeros y como destruía a los segundos, vi cómo
llegaron los juegos, y finalmente vi cómo se instaló el indiferente busto. Vi
el ingreso de mucha gente, y vi mi ingreso, vi el mismo engaño en todos
nosotros, y vi la satisfacción del camino, vi el éxito del camino, y vi su
nueva idea, vi la inmediata creación de nuevas plazas, distintos diseños,
distintas distracciones, la misma concepción, el mismo engaño, vi la
distribución de personas en las nuevas plazas, vi la disminución de habitantes
en la mía, vi la maldad en el plan, vi la concreción del mismo, y vi la
culminante satisfacción del camino cuando cada ser humano quedó aislado en su
propia plaza, vi a todas las plazas, vi a todos los humanos convertidos en
dagas, recorriendo sus cíclicos caminos, abriendo y reabriendo las heridas de
la vida, y en ese instante, paré.
La Acción
La inercia que me arrastró desde
tiempos inmemorables cesó bruscamente, la fuerza que me empujó distancias
inconmensurables desapareció como si nunca hubiese existido. Estas leyes
naturales cayeron derogadas por algún extraño hechizo, y allí quedé yo,
inmóvil, en silencio, entre los carnosos muros ahora estáticos.
Una gruesa grieta atravesaba la
costrosa pared de mi izquierda, el flujo rojo aumentaba y disminuía a
intervalos parejos y calmos, surcaba irregularmente la oscura placa cuyos
diferentes matices revelaban múltiples cicatrizaciones. La sangre corría
apresurada como torrente, en sus costas las plaquetas se aferraban, y se
sostenían entre ellas, formaban redes, se solidificaban, y así funcionaban como
la erosión, pero con el tiempo invertido.
El tiempo fue pasando lentamente,
yo seguía en ese mismo lugar, en ese mágico lugar, a mí alrededor todo se
transformaba de forma sutil, muy lentamente, aunque en forma constante, y yo
contemplaba fascinado cada movimiento, cada cambio, cada transformación.
Contemplé como la sanguínea grieta fue perdiendo caudal, como pasó a ser
visible sólo en los instantes de máxima presión, como se fue cortando su
recorrido en algunos sectores, y como desapareció completamente en un desierto
bordeau de muertas plaquetas. Vi como rajaduras más pequeñas se desvanecieron
previamente, y como las más profundas dieron larga lucha sucumbiendo como las
otras. También vi hermosos tornasoles en la placa recién solidificada, y
coloridos rayos partiendo caóticamente de su superficie, y mientras veía todo
esto, el tiempo siguió pasando, quizás siglos, quizás segundos, y yo seguía
contemplando, estático y extático, en profunda paz, y en completa atención.
El tiempo pasaba, y el
espectáculo seguía, la sólida pared cicatrizada fue ondulándose, abombándose, y
luego surgieron quebraduras en ella, se fueron dispersando por toda la sección
que alcanzaba a ver, tanto en la placa a la izquierda, como la ubicada a la
derecha, hasta que en esta última, a algunos pasos de mí, cayó el primer
cascarón. En su hueco apareció la naciente piel, tersa, pareja, débil, casi
translúcida, bella, distinta, y mientras esta nueva textura ganaba fuerza y
consistencia, cientos de restos de plaquetas fueron desprendiéndose una tras
otra, tapizando los bordes del camino, y también, mientras todo esto pasaba,
porciones de mi estructura de poste se desplomaban, volvía a ver en mi características
de humano, y siguió pasando el tiempo, milenios o minutos, nunca sabré, y
cuando el último cascarón abandonó la pared, quedé contemplando una hermosa
piel morena a mi derecha, muy cerca de mí, extendiéndose luego hasta el
infinito, perdiendo gradualmente detalle, fusionándose en la oscura lejanía con
su par, ganando esta última definición mientras acercaba mi atención a zonas
más cercanas, para finalmente encontrar un hogar para que mi inquieto
contemplar residiera un buen tiempo.
Recorrí esa bella superficie
próxima a mí, su cálido aspecto y sugerente presencia, su homogéneo color,
apenas matizado por el sol incidiendo con distinta intensidad en sus mínimas
irregularidades, y reflejándose en los delicados bellos áureos que surgen de
ellas. En ese estado delicioso estuve cierto tiempo, y habiendo contemplado
hasta sus características microscópicas, imaginé su textura, la imaginé suave,
dulce, tierna, produciendo millones de sutiles explosiones al acariciarla.
Imaginé vívidamente esa textura, construí tan minuciosamente esa sensación, que
me parecía sentirla en cada porción de mi piel, piel ahora despierta, luego de
haberse liberado de cada trozo del áspero cemento, y de cada estructura de frío
acero que la cubría.
Gozaba plenamente esta sensación,
y disfrutaba aún más, cuando encontraba un nuevo condimento para ella, uno que
la hiciera más sabrosa, y de esa manera continué mi labor culinaria, haciendo
la sensación cada vez más compleja, más elaborada, más llena de sabores, … ,
más difícil de sentir, seguía agregando condimentos, pero los cambios eran
mínimos. La mezcla de sabores producía sensaciones encontradas, sensaciones que
no se adherían al cuerpo, que luchaban entre sí, que confundían, que
entreveraban. Recordaba que la sensación me había llenado de placer tiempo
atrás, pero nada quedaba del mismo.
El caldero ya estaba repleto de
condimentos y la sensación no volvía. Recorría desesperado los estantes de las
especias buscando algo nuevo, pero era inútil, ya los había probado todos, ya
los había combinado en todas las maneras posibles, ya había pasado por todas
las temperaturas el caldero, ya había seguido todas las fórmulas. Exhausto,
derrotado, destruido, cesé mi esfuerzo por buscar soluciones, dejé de luchar, y
liberé los músculos. Mi cabeza cayó vencida, solo mis pies quedaron en mi
acotada visión, la débil piel del empeine, su culminación en tontos dedos, y a
su alrededor, la hermosa piel morena, aún más suave, aún más dulce, aún más
tierna que como imaginaba sentirla, produciendo mayor cantidad de sutiles
explosiones que las que esperaba, mientras variaba mi presión de contacto,
alternadamente, entre las puntas de los dedos, los metatarsos, y el talón, y al
mismo tiempo, entre las secciones internas y externas de ambos pies.
Completamente sumergido en esa novel experiencia, balanceándome cada vez más,
buscando experimentar de todas formas posibles el delicioso contacto, el
balanceo se fue haciendo más marcado, y en un momento, surgió desde quién sabe dónde,
el miedo, miedo a perder el equilibrio, miedo a caer, pero afortunadamente no
apareció a tiempo, uno de los balanceos fue lo suficientemente violento para no
tener retorno, y en ese instante, avancé mi pierna y caminé, no me llevó el
camino ni permanecí estático, di un paso, caminé.
La Fusión
En algún momento, en los inicios
de mi vida, di mi primer paso, pero este, fue distinto. Seguramente aquella
vez, me habré incorporado tambaleante, y habré caminado tres o cuatro pasos en
tonta carrera, para zambullirme en los brazos de mi madre, o quizás, luego de
una caminata asistida, mi padre soltó mi mano, se alejó unos pasos hacia atrás,
y vio mi sonrisa sonora, y como con mis brazos, algo extendidos, las manos a la
altura de la frente y delante de ella, acompañaba el torpe movimiento de mis
inexperientes piernas. Este paso fue distinto.
Luego de aquel primero hubo
incontables más, más corridas para alcanzar a mis padres, más caminos sugeridos
por ellos, otros indicados por abuelos, y luego, la inserción en la sociedad,
el pronto adoctrinamiento por parte de esta, su complejos códigos de conducta,
su estructuración en caminos, y con ella, vinieron los falsos líderes, los
impuestos y los auto-impuestos, se sucedieron profesores, compañeros, figuras
políticas, y seguí dando pasos para alcanzarlos. En cada elección, el camino se
bifurcó, seguimos a alguien, y abandonamos al resto, en cada bifurcación el
camino se hizo más angosto, y se siguió angostando hasta convertirse en riel,
el cual uno transitó como un vagón tras una inagotable locomotora. Pero, este
paso, fue distinto.
Aquel pájaro cruzando el camino
fisuró el disfraz impuesto por la sociedad, la dedicada contemplación de los
defectos del mismo me llevó a tomar conciencia del engaño que había sufrido.
Siendo consciente detuve mi participación en el mismo, al detenerme comencé a
sanarme, y cuando sané, por primera vez sentí, y solo sintiendo se puede andar.
Y así fue, que buscando sentir
más, experimentar más, di ese último paso, el primero. El primer paso alineado
con lo que sentía. Inmediatamente di otros por la delicada piel, me detuve,
probé asombrado dar un pequeño paso hacia atrás, giré repentinamente sobre mi
eje, miré por primera vez la otra dirección del camino, caminé por ella,
soltando una carcajada corrí locamente por ella, me detuve bruscamente, miré
hacia la pared a mi derecha, di el paso que me separaba de ella, y toqué
tímidamente su tibia textura.
Deslicé mi mano por ella apenas
haciendo contacto con las yemas de mis dedos, dibujé irrepetibles formas, fui
incrementando la presión en mi contacto, desde sentir únicamente el sutil
cosquilleo de su apenas perceptible vellosidad, hasta dejar estelas de claridad
revelando la posición de mis dedos en los instantes anteriores. Continué ese
plácido acariciar, la piel comenzó a poblarse de diminutos reflejos brillantes,
sumé toda la palma de mis manos al delicioso contacto, y los poros se cubrían
de infinitas y diminutas gotas, integré los brazos en la caricia, y luego,
hacia esa húmeda piel, me dejé caer.
Sumergido en profundo éxtasis, se
sucedieron infinitos movimientos, con los que fui experimentando el exquisito
sabor de su contacto en cada sector de mi piel, y habiendo satisfecho esto, me
impulsé hacia la piel que aún no había probado, y continué deslizándome,
rodando por ella, seguí acariciándola, sintiéndola, para luego dejarme caer por
completo, y ya empapado, revolcarme, gatear, relajarme en cualquier posición,
descansar, volverme a incorporar, ver la piel vertical algo más baja, disfrutar
del contacto, moverme libremente, ver las copas de los árboles, sentir la
maleabilidad de la piel, modificarla, penetrarla, introducirse, salir,
introducirse en otro lugar, modificarse, embarrarse, fusionarse, ver la fisura
disparando, ver el agua arrastrando la tierra de las paredes, verla manar por sus
grietas, ver la fosa más llana y cubriéndose de fango, y seguir revolcándome, y
sentir el mismo placer que antes, ver el césped en los bordes de la zanja, y
las raíces de los arbustos surgiendo de sus bajas paredes, ver el agua fluir
caudalosamente, sentirla cayendo fresca sobre uno, y gozar de la misma manera
por esto, ver la fosa convertirse en río, y verse flotando en él.
De esta manera, deslizándome
plácidamente por el río, contemplé la renovada plaza, no había juegos en ella,
no había busto, solo árboles, césped, y arbustos, y agua donde antes hubo
camino. En ese flotar, vi que me acercaba, lentamente, a un hermoso árbol, uno
de esos que siempre quise alcanzar, y cuando estuve frente a él, arqueé los
dedos de ambas manos en tensas garras y las clavé violentamente en la costa,
disfruté por unos momentos el suave masaje de la corriente deslizándose por mi
cuerpo al no poder arrastrarme, y finalmente, con un movimiento preciso,
decidido, seguro, abandoné los restos del inerte camino, y por primera vez, ingresé,
al universo de la vida, por primera vez, viví.