martes, 15 de febrero de 2011

La libertad

En algún momento, hace mucho tiempo, empezamos a maquinar el mundo.

La existencia nos daba todo, la queríamos, le agradecíamos, vivíamos en conexión con ella, aceptábamos sus ciclos, aceptábamos sus montes y sus valles, sus veranos y sus inviernos, aceptábamos esto y aquello, justamente sin catalogarlos en esto y aquello, no clasificábamos ni juzgábamos.

Éramos minúsculos, tiernos, indefensos, una especie más entre tantas, una más que una vez surgió y que en algún momento se irá, una más, una más hasta que en ella se disparó la conciencia de libertad.

Por primera vez en la eternidad, un ser vivo concibió su libertad, se concibió a si mismo, y se concibió libre, por primera vez, un ser desafió su genética, desafió ese fino programa elaborado durante miles de millones de años de dramático ensayo y error, lo desafió, quizás por casualidad, quizás por rebeldía, quizás por desesperación, lo desafió y quedó solo, quedó aterrado, desconcertado. Las cuerdas del titiritero se cortaron y quedó allí, inerte, inmóvil, quedó tiempo allí, esperando algo que nunca llegó, quedó allí, solo, hasta que resignado, torpemente, ensayando, aprendiendo, logró incorporarse, y comenzó a andar.

Así conocimos brutalmente la libertad, tan brutalmente que apenas la percibimos, aunque aún no la incorporamos. Al igual que al encontrarnos con el fuego, esta nos tocó y nos quemó, nos aterró y huimos de ella. Luego de perder la guía del titiritero, nos aferramos desesperadamente a pobres sustitutos de este, nos dejamos guiar por religiones, nacionalismos, filosofías, culturas, modas, padres, amigos, buscamos infructuosamente algo que pudiera mover nuestras cuerdas ya rotas, padecimos miserias tan solo por evitar afrontar la terrible y maravillosa libertad. Maquinamos el mundo tan solo por recuperar algo de la perdida previsibilidad. Irónicamente, utilizamos nuestra libertad, tan solo para crear mecanismos que nos permitieran huir de ella.

Afortunadamente, algunos, muy pocos, volvieron a ella, reconocieron su belleza, se fascinaron con ella, se acercaron temerosamente, con coraje y con sufrimiento se aferraron a ella, poco a poco se inundaron de ella, hasta que finalmente se atrevieron a fundirse en ella, a perderse en ella, a desaparecer en ella, a ser ella.

Apenas algunos, muy pocos, asumieron, que desde aquel momento, casual, rebelde, desesperado, dejamos de ser creación y nos convertimos en divinidad.



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Diego

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Diego