Vivimos en una sociedad, en la cual, generalmente, el intervalo entre el surgimiento de un deseo y su satisfacción, es demasiado largo, al punto de que la mayoría de las veces nos encontramos luchando por deseos que ya desaparecieron.
Los deseos, los reales, los que surgen desde dentro, de los instintos, de las emociones, duran poco tiempo en nosotros, se satisfacen en ese momento o se frustran, no existe una tercera opción. La tercera opción, la de la lucha constante, la del sacrificio, la del orgullo por el mismo, no es más que la razón, edulcorando el fracaso y anestesiando el golpe de la frustración. La intención es buena, quizás hasta necesaria, el resultado no lo es, el autoengaño nos encierra en una agónica carrera cuya meta siempre está un buen trecho por delante de nosotros.
Que vivamos en una sociedad así no es casual, nuestra razón no decidió funcionar de esa manera por un afán sobreprotector, debió hacerlo, al ver que no sobreviviríamos en una sociedad que sistemáticamente construye estructuras, cada vez más pesadas, cada vez más sólidas, cada vez más complejas, para obstaculizar la concreción de los deseos, simplemente porque quién está satisfecho no consume.
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